En el siglo XVII y XVIII, las Islas Canarias enfrentaron severas epidemias como la peste negra, la fiebre amarilla y la viruela, que desataron pánico y dependencia en la fe popular. Las enfermedades a menudo coincidían con sequías y plagas, como las langostas, que arrasaban los cultivos. En respuesta, la población recurría tanto a prácticas médicas rudimentarias como a rituales religiosos, invocando a santos protectores y organizando exorcismos para combatir estos males. La fe en los santos y en remedios tradicionales se entremezclaba con incipientes avances científicos, como la inoculación, en un contexto de gran superstición y desesperación.